jueves, 18 de junio de 2015

Clase 10 Teatro - las 3 obras


Edipo rey, de Sófocles (fragmento)
(Delante del palacio de Edipo, en Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar, en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)
EDIPO. –¡Oh hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué están en actitud sedente ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso, a la vez que de cantos, de súplicas y de gemidos, y yo, porque considero justo no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo, famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así ante mí? ¿El temor o el ruego? Piensa que yo querría ayudarlos en todo. Sería insensible si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE. –¡Oh Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza profética de Ismeno.La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres. Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad. ¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que enderezaste nuestra vida.Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!, endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos procuraste entonces la fortuna. Senos también igual en esta ocasión. Pues, si vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privada de hombres que las pueblen.
EDIPO. –¡Oh hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno de ustedes que padezca tanto como yo. En efecto, el dolor de ustedes llega sólo a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despiertan de un sueño en el que estuviera sumido, sino que estén seguros de que muchas lágrimas he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos. El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
SACERDOTE. –Con oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que Creonte se acerca.
EDIPO. –¡Oh soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene con rostro radiante!
SACERDOTE. –Por lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.
EDIPO. –Pronto lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos llegas?(Entra Creonte en escena.)
CREONTE. –Con una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término, todas pueden resultar bien.
EDIPO. –¿Cuál es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco preocupado.
CREONTE. –Si deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si lo deseas, a ir dentro.
EDIPO. –Habla ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi propia vida.
CREONTE. –Diré las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó, claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no mantenerla para que llegue a ser irremediable.
EDIPO. –¿Con qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?
CREONTE. –Con el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre es la que está sacudiendo la ciudad.
EDIPO. –¿De qué hombre denuncia tal desdicha?
CREONTE. –Teníamos nosotros, señor, en otro
tiempo a Layo como soberano de esta tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.
EDIPO. –Lo sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.
CREONTE. –Él murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los culpables con violencia.
EDIPO. –¿En qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa, difícil de investigar?
CREONTE. –Afirmó que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que pasamos por alto.
EDIPO. –¿Se encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?
CREONTE. –Tras haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no volvió más a casa.
EDIPO. –¿Y ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera sacarse alguna ventaja?
CREONTE. –Murieron, excepto uno, que huyó despavorido y solo una cosa pudo decir con seguridad de lo que vio.
EDIPO. - ¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.
CREONTE. –Decía que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor de una sola mano, sino de muchas.
EDIPO. –¿Cómo habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde aquí con dinero?
CREONTE. –Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su vengador en medio de las desgracias.
EDIPO. –¿Qué tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo?
CREONTE. –La Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.
EDIPO. –Yo lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y tú, de manera digna, pusieron tal solicitud en favor del muerto; de manera que verán también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues, auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.Ustedes, hijos, levántense de las gradas lo más pronto que puedan y recojan estos ramos de suplicantes. Que otro congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo. Y con la ayuda de la divinidad apareceré triunfante o fracasado.(Entran Edipo y Creonte en el palacio.)
SACERDOTE. –Hijos, levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga fin a la epidemia!(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de ancianos tebanos.)

Edipo rey (en griego Oι̉δίπoυς τύραννoς, Oidipous Tyrannos; en latín Oedipus Rex) es una tragedia griega de Sófocles, de fecha desconocida. Algunos indicios dicen que pudo ser escrita en los años posteriores a 430 a. C.1 A
 
 






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Fuenteovejuna, de Félix Lope de Vega (fragmento)
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Salen el COMENDADOR, ORTUÑO y FLORES
COMENDADOR. Dios guarde la buena gente.
REGIDOR.¡Oh, señor!
COMENDADOR. Por vida mía,
               que se estén.
ESTEBAN.Vuseñoría,
               adonde suele se siente,
              que en pie estaremos muy bien.
COMENDADOR.Digo que se han de sentar.
ESTEBAN. De los buenos es honrar,
              que no es posible que den
              honra los que no la tienen.
COMENDADOR. Siéntense; hablaremos algo.
ESTEBAN. ¿Vio vuseñoría el galgo?
COMENDADOR. Alcalde, espantados vienen
              esos críados de ver
              tan notable ligereza.
ESTEBAN. Es una extremada pieza.
              Pardiez, que puede correr
              al lado de un delincuente
              o de un cobarde en qüistión.
COMENDADOR.Quisiera en esta ocasión
              que le hiciérades pariente
              a una liebre que por pies
              por momentos se me va.
ESTEBAN. Sí haré, por Dios. ¿Dónde está?
COMENDADOR. Allá vuestra hija es.
ESTEBAN. ¡Mi hija!
COMENDADOR. Sí.
ESTEBAN. Pues, ¿es buena
              para alcanzada de vos?
COMENDADOR. Reñidla, alcalde, por Dios.
ESTEBAN.¿Cómo?
COMENDADOR. Ha dado en darme pena.
              mujer hay, y principal,
              de alguno que está en la plaza,
              que dio, a la primera traza,
              traza de verme.
ESTEBAN.Hizo mal;
              y vos, señor, no andáis bien
              en hablar tan libremente.
COMENDADOR.¡Oh, qué villano elocuente!
              ¡Ah, Flores!, haz que le den
              la Política, en que lea
              de Aristóteles.
ESTEBAN. Señor,
              debajo de vuestro honor
              vivir el pueblo desea.
              Mirad que en Fuenteovejuna
              hay gente muy principal.
LEONELO.¿Viose desvergüenza igual?
COMENDADOR.Pues, ¿he dicho cosa alguna
               de que os pese, regidor?
REGIDOR. Lo que decís es injusto;
              no lo digáis, que no es justo
              que nos quitéis el honor.
COMENDADOR. ¿Vosotros honor tenéis?
              ¡Qué frailes de Calatrava!
REGIDOR.Alguno acaso se alaba
              de la cruz que le ponéis,
              que no es de sangre tan limpia.
COMENDADOR.Y, ¿ensúciola yo juntando
              la mía a la vuestra?
REGIDOR. Cuando
              que el mal más tiñe que alimpia.
COMENDADOR. De cualquier suerte que sea,
              vuestras mujeres se honran.
ESTEBAN.Esas palabras deshonran;
              las obras no hay quien las crea.
COMENDADOR. ¡Qué cansado villanaje!
              ¡Ah! Bien hayan las ciudades,
              que a hombres de calidades
              no hay quien sus gustos ataje;
              allá se precian casados
               que visiten sus mujeres.
ESTEBAN.No harán; que con esto quieres
              que vivamos descuidados.
              En las ciudades hay Dios
              y más presto quien castiga.
COMENDADOR. Levantaos de aquí.
ESTEBAN. ¿Qué diga
              lo que escucháis por los dos?
COMENDADOR.Salid de la plaza luego;
              no quede ninguno aquí.
ESTEBAN.Ya nos vamos.
COMENDADOR.Pues no así.
FLORES.Que te reportes te ruego.
COMENDADOR. Querrían hacer corrillo
              los villanos en mi ausencia.
ORTUÑO.Ten un poco de paciencia.
COMENDADOR.De tanta me maravillo.
              Cada uno de por sí
              se vayan hasta sus casas.
LEONELO. ¡Cielo! ¿Qué por esto pasas?
ESTEBAN. Ya yo me voy por aquí.
              Vanse los LABRADORES
COMENDADOR. ¿Qué os parece de esta gente?
ORTUÑO. No sabes disimular,
              que no quieres escuchar
              el disgusto que se siente.
COMENDADOR.Estos ¿se igualan conmigo?
FLORES. Que no es aqueso igualarse.
COMENDADOR. Y el villano, ¿ha de quedarse
              con ballesta y sin castigo?
FLORES. Anoche pensé que estaba
              a la puerta de Laurencia,
              y a otro, que su presencia
              y su capilla imitaba,
               de oreja a oreja le di
              un beneficio famoso.
COMENDADOR.¿Dónde estará aquel Frondoso?
FLORES. Dicen que anda por ahí.
COMENDADOR. ¡Por ahí se atreve a andar
              hombre que matarme quiso!
FLORES. Como el ave sin aviso,
              o como el pez, viene a dar
              al reclamo o al anzuelo.
COMENDADOR.¡Que a un capitán cuya espada
              tiemblan Córdoba y Granada,
              un labrador, un mozuelo
              ponga una ballesta al pecho!
              El mundo se acaba, Flores.
FLORES. Como eso pueden amores.
ORTUÑO. Y pues que vive, sospecho
              que grande amistad le debes.
COMENDADOR. Yo he disimulado, Ortuño;
              que si no, de punta a puño,
              antes de dos horas breves,
              pasara todo el lugar;
              que hasta que llegue ocasión
              al freno de la razón
              hago la venganza estar.
              ¿Qué hay de Pascuala?
FLORES. Responde
              que anda agora por casarse.
COMENDADOR.¿Hasta allí quiere fïarse?
FLORES. En fin, te remite donde
              te pagarán de contado.
COMENDADOR. ¿Qué hay de Olalla?
ORTUÑO. Una graciosa
              respuesta.
COMENDADOR. Es moza bríosa.
              ¿Cómo?
ORTUÑO.Que su desposado
              anda tras ella estos días
              celoso de mis recados
              y de que con tus criados
              a visitarla venías;
              pero que si se descuida
              entrarás como primero.
COMENDADOR. Bueno, a fe de caballero!
              Pero el villanejo cuida...
ORTUÑO.Cuida, y anda por los aires.
COMENDADOR. ¿Qué hay de Inés?
FLORES.¿Cuál?
COMENDADOR. La de Antón.
FLORES. Para cualquier ocasión
              ya ha ofrecido sus donaires.
              áblela por el corral,
              por donde has de entrar si quieres.
COMENDADOR.A las fáciles mujeres
              quiero bien y pago mal.
              Si estas supiesen, ¡oh, Flores!,
              estimarse en lo que valen...
FLORES.No hay disgustos que se igualen
              a contrastar sus favores.
              Rendirse presto desdice
              de la esperanza del bien;
              mas hay mujeres también,
              porque el filósofo dice,
              que apetecen a los hombres
              como la forma desea
              la materia; y que esto sea
              así, no hay de qué te asombres.
COMENDADOR.Un hombre de amores loco
              huélgase que a su accidente
              se le rindan fácilmente,
              mas después las tiene en poco,
              y el camino de olvidar,
              al hombre más obligado
              es haber poco costado
              lo que pudo desear.

Cuadro de texto: Fuenteovejuna es una obra teatral del Siglo de Oro español del dramaturgo Lope de Vega. 1 Fue compuesta en tres actos hacia 1613 y publicada en Madrid en 1618 dentro del volumen Dozena Parte de las Comedias de Lope de Vega. 













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Las sirvientas, de Jean Genet (fragmento)
Las criadas (Les Bonnes en su título original) es una obra de teatro del dramaturgo francés Jean Genet, estrenada en París el 1947. 

 
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La habitación de LA SEÑORA. Muebles Luis XV. Encajes. En el fondo una ventana abierta que da a la fachada del inmueble de enfrente. A la derecha la cama. A la izquierda la puerta y una cómoda. Flores por todas partes. Anochecer.
CLARA(de pie en combinación, de espaldas a la coqueta. Su ademán —tiende el brazo— y su tono, serán de un trágico exacerbado). —¡Y estos guantes! Estos eternos guantes. Mira que te lo he dicho y repetido que los dejaras en la cocina. Con eso, me figuro, esperas enamorar al lechero. No, no, no mientas. Es inútil. Cuélgalos encima del fregadero. ¿Cuándo comprenderás que esta habitación no hay que profanarla? Todo, absolutamente todo lo que viene de la cocina es esputo. Sal. Y llévate tus esputos. Pero para. (Durante este discurso, Solange estaba jugando con un par de guantes de goma y observaba sus manos enguantadas, a veces juntando los dedos y otras veces separándolos.) No te prives, hazte la mosquita muerta. Y sobre todo, no te des prisa. Tenemos tiempo de sobra. ¡Sal! (Solange, de repente, cambia de actitud y sale humildemente sujetando con la punta de los dedos los guantes. Clara se sienta ante la coqueta. Olfatea las flores, acaricia los objetos de aseo, se cepilla el pelo, se arregla la cara.) Prepare mi vestido. De prisa, no tenemos tiempo. ¿No está aquí? (Se vuelve.) ¡Clara! ¡Clara! (Entra Solange.)
SOLANGE.—Que la señora tenga la bondad de disculparme. Estaba preparando la infusión (pronuncia la infusión) de la señora.
CLARA.—Prepare mis trajes. El vestido blanco de lentejuelas. El abanico, las esmeraldas.
SOLANGE.—Sí, señora. ¿Todas las joyas de la señora?
CLARA.—Sáquelas. Quiero escoger yo misma. Y claro está, los zapatos de charol. Esos que tanto codicia usted desde hace años. (Solange saca del armario algunos estuches. Los abre y los dispone sobre la cama.) Para su boda, me figuro. Confiese que la sedujo. Que está usted embarazada. Confiéselo. (Solange se pone en cuclillas sobre la alfombra y escupiendo sobre los zapatos les saca brillo.) Ya le dije, Solange, que evitara los esputos. Que duerman en su cuerpo, hija mía, y que se pudran en él. ¡Ja! ¡Ja! (Ríe nerviosa.) Que el caminante extraviado se ahogue en ellos. ¡Ja! ¡Ja! Es usted feísima, tesoro mío. Inclínese más y mírese en mis zapatos. (Alarga el pie y Solange lo examina.) ¿Se figura que es cosa grata para mí saber que mi pie está envuelto entre los velos de su saliva? ¿Entre la bruma de sus pantanos?
SOLANGE(de rodillas y muy humilde). —Deseo que la señora esté guapa.
CLARA.—Lo estaré. (Se arregla ante el espejo.) Usted me odia, ¿verdad? Me ahoga con sus atenciones, con su humildad, con las espadañas y la reseda. (Se levanta y dice en un tono más bajo.) Es un estorbo inútil. Hay demasiadas flores. Es mortal. (Se mira otra vez.) Estaré guapa. Más de lo que pueda usted serlo en su vida. Porque con este cuerpo y esta cara nunca podrá seducir a Mario. Ese joven lechero ridículo nos desprecia y si le ha hecho un hijo...
SOLANGE.—¡Oh!, pero si yo nunca he...
CLARA.—Cállese, idiota. Mi vestido.
SOLANGE(lo busca en el armario, apartando otros). —El vestido rojo. La señora se pondrá el vestido rojo.
CLARA.—He dicho el blanco con lentejuelas.
SOLANGE(dura). —Lo siento. Esta noche la señora llevará el vestido de terciopelo escarlata.
CLARA(ingenuamente). —¿De verdad? ¿Por qué?
SOLANGE(fría). —No puedo olvidar el pecho de la señora bajo los pliegues de terciopelo. ¡Cuando la señora suspira y habla al señor de mi fidelidad! Un traje negro le sentaría mejor a su viudedad.
CLARA.—¿Cómo?
SOLANGE.—¿Tendré que precisar?
CLARA.—¡Ah! Te refieres... Muy bien. Amenázame. Insulta a tu ama. Solange, ¿te refieres, verdad, a las desgracias del señor? Tonta. No es este el momento de recordármelo, pero de esta indicación voy a sacar gran provecho. ¿Sonríes? ¿Lo dudas?
SOLANGE.—Aún no ha llegado el momento de resucitar...
CLARA.—¿Mi infamia? ¡Mi infamia! ¡Resucitar! ¡Qué palabra!
SOLANGE.—¿Señora?
CLARA. —Ya veo a dónde quieres ir a parar. Ya oigo el zumbido de tus acusaciones. Desde el principio me insultas, andas buscando el momento de escupirme en la cara.
SOLANGE(digna de compasión). —Señora, señora, aún no hemos llegado ahí. Si el señor...
CLARA. —Si el señor está en la cárcel, es gracias a ti. ¡Atrévete a decirlo! ¡Atrévete! ¡No tienes pelos en la lengua! ¡Habla! Yo obro clandestinamente, camuflada por mis flores. Pero nada puedes contra mí.
SOLANGE.—La palabra más insignificante le parece una amenaza. Que recuerde la señora que soy la criada.
CLARA. —Por haber denunciado al señor a la policía, por haber aceptado venderle, yo estaría a tu disposición. Y eso que yo hubiera hecho peor aún. Mejor. ¿Crees que no sufrí? Clara, yo obligué a mi mano, ¿me oyes?, la obligué lentamente, firmemente, sin error, sin tachaduras, a trazar esa carta que iba a mandar a mi querido al presidio. Y tú, en vez de sostenerme, me desafías. ¡Hablas de viudedad! El señor no está muerto, Clara, al señor, de presidio en presidio, le llevarán hasta la Guayana quizá. Y yo, su querida, loca de dolor le acompañaré. Formaré parte del convoy. Compartiré su gloria. Hablas de viudedad; el vestido blanco es el luto de las reinas. Clara, lo ignoras. ¡Te niegas a darme el vestido blanco!
SOLANGE(fríamente). —La señora llevará el vestido rojo.
CLARA(con sencillez). —Está bien. (Severa.) Dame el vestido. ¡Qué sola estoy y sin amigos! Veo en tus ojos que me odias.
SOLANGE.—La quiero.
CLARA.—Como se quiere al ama, supongo. Me quieres y me respetas. Y esperas mi donación, la cláusula a tu favor...
SOLANGE.—Haré lo imposible...
CLARA(irónica). —Ya sé. Me tiraría al fuego. (Solange ayuda a Clara a ponerse el vestido.) Abroche. No estire tanto. No intente liarme. (Solange se arrodilla a los pies de Clara y arregla los pliegues del vestido.) Evite rozarme. Échese hacia atrás. Huele a fiera. ¿De qué infecta buhardilla donde por la noche vienen a visitarla los criados, trae usted esos olores? ¡La buhardilla! ¡La habitación de las criadas! ¡El desván! (Con donaire.) Si hablo del olor de las buhardillas, Clara, es mero recordatorio. Allí... (Señala un punto de la habitación.) Allí las dos camas turcas separadas por la mesilla de noche. Allí la cómoda de pino con el altarcito a la Virgen. Eso es, ¿verdad?
SOLANGE.—Somos infelices. Me entran ganas de llorar.
CLARA.—Es cierto. Pasemos por alto nuestras devociones a la virgen de yeso, nuestro arrodillar. Ni siquiera hablaremos de las flores de papel... (Ríe.) ¡De papel! ¡Y el ramillo de palma bendita! (Señala las flores de la habitación.) ¡Mira estas corolas abiertas en mi honor! Soy una virgen más guapa, Clara.
SOLANGE.—Cállese.
CLARA. —Y allí la dichosa ventanuca por donde el lechero medio desnudo salta hasta su cama.
SOLANGE.—La señora va muy lejos. La señora...
CLARA. —¡Sus manos! Que sus manos no vayan tan lejos. ¡Cuántas veces se lo murmuré! Apestan a fregadero.
SOLANGE.—¡La cola!
CLARA.—¿Cómo?
SOLANGE (arreglándole el vestido). —La cola. Le estoy arreglando la cola de su vestido.
CLARA.—¡Apártese, sobona! (A Solange le da en la sien un taconazo con su zapato Luis XV. Solange, en cuclillas, se tambalea y retrocede.)
SOLANGE.—Ladrona, ¿yo? ¿Cómo?
CLARA.—Digo sobona. Si usted se empeña en lloriquear, hágalo en su buhardilla. Aquí, en mi habitación, sólo acepto lágrimas nobles. El bajo de mi vestido algún día estará cuajado de ellas, de lágrimas preciosas. Arregle mi peto, puta.
SOLANGE.—¡La señora se encoleriza!
CLARA. —¡Entre sus brazos perfumados la cólera me lleva! Me levanta, despego, arranco... (Da un taconazo en el suelo.) ... y me quedo. ¿El collar? Pero date prisa, no nos dará tiempo; si el vestido es demasiado largo haz un dobladillo con imperdibles. (Solange se levanta y va a buscar el collar en un estuche, pero Clara se adelanta a ella y se apodera de la joya. Sus dedos han rozado los de Solange; horrorizada, Clara retrocede.) Guarde las manos lejos de las mías, su contacto es inmundo. Dese prisa.
SOLANGE.—No hay que exagerar. Sus ojos se encienden. Alcanza usted la orilla.
CLARA.—¿Cómo?
SOLANGE. —Los límites, las fronteras. Señora, tiene usted que guardar las distancias.
CLARA. —¡Qué lenguaje, hija mía! Clara te vengas, ¿verdad? Sientes que se acerca el instante en que abandonas tu papel...
SOLANGE.—La señora me comprende muy bien. La señora me adivina.
CLARA.—Sientes que se acerca el instante en que dejarás de ser la criada. Vas a vengarte. ¿Te preparas? ¿Afilas tus uñas? ¿Te despierta el odio? Clara, no olvides. Clara, ¿me oyes? Pero, Clara, ¿no me oyes?
SOLANGE (distraída). —La oigo.
CLARA.—Gracias a mí tan solo existe la criada. Gracias a mis gritos y a mis gestos.
SOLANGE.—La oigo.
CLARA (chilla). —Existes gracias a mí y me desafías. No puedes saber lo penoso que es ser la señora, Clara, ser el pretexto de tus melindres. Un poco más y dejarías de existir. Pero soy buena, pero soy guapa y te reto. Mi desesperación de amante me embellece aún más.
SOLANGE (con desprecio). —¡Su querido!
CLARA.—Mi desdichado querido, contribuye a mi nobleza, hija mía. Me engrandezco más y más para reducirte y exaltarte. Echa mano de todas tus artimañas. ¡Es la hora!
SOLANGE.—¡Basta! ¡Dese prisa! ¿Está lista?
CLARA.—¿Y tú?
SOLANGE (primero suavemente). —Estoy lista, estoy harta de ser un objeto de asco. Yo también la odio...
CLARA.—Cálmate, hija mía, cálmate. (Da golpecitos en el hombro de Solange para incitarla a la serenidad.)
SOLANGE.—¡La odio! La desprecio. Ya no me impresiona. Resucite el recuerdo de su querido para que la proteja. ¡La odio! Odio su pecho lleno de exhalaciones balsámicas. ¡Su pecho... de marfil! ¡Sus muslos... de oro! ¡Sus pies... de ámbar! (Escupe en el vestido rojo.) ¡La odio!
CLARA(sofocada). —¡Eh! ¡Eh!, pero...
SOLANGE (avanzando hacia ella). —Sí, señora, hermosa señora mía. ¿Se cree que todo le estará permitido hasta el final? ¿Cree que puede robarle la belleza al cielo y privarme de ella? ¿Elegir sus perfumes, sus polvos, su laca para las uñas, la seda, el terciopelo, el encaje y privarme de ellos? ¿Y quitarme al lechero? ¡Confiese! ¡Confiese lo del lechero! Su juventud, su lozanía, la conmueven, ¿verdad? Confiese lo del lechero. Porque Solange le dice a usted mierda.
CLARA(enloquecida). —¡Clara, Clara!
SOLANGE.—¿Qué dice?
CLARA(susurrando). —Clara, Solange, Clara.
SOLANGE. —Claro que sí. ¡Clara le dice mierda! Clara está aquí más clara que nunca. ¡Luminosa! (Le da un bofetón a Clara.)
CLARA.—Clara, Clara... Usted... ¡oh!
SOLANGE.—La señora se creía protegida por sus barricadas de flores. Salvada por un destino excepcional, por el sacrificio. Pero no contaba con la rebelión de las criadas. Mire cómo se acerca, señora. Va a estallar y a desinflar su aventura. Ese señor no era sino un triste ladrón y usted una...
CLARA.—Te prohíbo...
SOLANGE.—¿Prohibirme? ¡Qué chiste! La señora está atónita. Su cara se altera. ¿Desea un espejo? (Le tiende a Clara un espejo de mano.)
CLARA(mirándose con gusto). —Me hace más bella. El peligro me da una aureola y tú, Clara, eres todo tinieblas.
SOLANGE.—...del infierno. Ya lo sé. Conozco el disco. Leo en su cara lo que hay que contestarle. Iré, pues, hasta el final. Las dos criadas están aquí —¡las fieles criadas!—. Embellézcase para humillarlas. Le hemos perdido el respeto. Estamos envueltas, mezcladas en nuestras exhalaciones, en nuestras pompas, en nuestro odio hacia usted. Vamos tomando cuerpo, señora. No se ría. Por favor, sobre todo no se ría de mi grandilocuencia.
CLARA.—Váyase.
SOLANGE.—Para servirla, también, señora. Vuelvo a mi cocina. En ella encontraré mis guantes y el olor de mis dientes. El eructo silencioso del fregadero. Usted tiene sus flores y yo mi fregadero. Soy la criada. Usted, usted, eso sí, no me puede profanar. Usted me lo pagará en el paraíso si es necesario. Preferiría seguirla hasta allí antes que abandonar mi odio a la puerta. Ríase un poco, ríase y rece de prisa, muy de prisa. ¡Ha llegado a lo último, querida! (Golpea a Claraen las manos y Clara protege su garganta con ellas.) ¡Quite las zarpas! Deje ver su frágil cuello. No tiemble. No se estremezca. Obro rápida y silenciosamente. Sí, voy a volver a mi cocina, pero antes termino mi tarea. (De repente suena el despertador. Solange se para. Las dos mujeres se acercan la una a la otra, emocionadas, y escuchan pegadas la una a la otra.) ¿Ya?
CLARA.—Démonos prisa. La señora va a volver. (Empieza a desabrocharse el vestido.) Ayúdame. Se acabó... y no pudiste llegar hasta el final.