Edipo rey, de Sófocles (fragmento)
(Delante del palacio de Edipo, en
Tebas. Un grupo de ancianos y de jóvenes está sentado en las gradas del altar,
en actitud suplicante, portando ramas de olivo. El Sacerdote de Zeus se
adelanta solo hacia el palacio. Edipo sale seguido de dos ayudantes y contempla
al grupo en silencio. Después les dirige la palabra.)
EDIPO. –¡Oh
hijos, descendencia nueva del antiguo Cadmo ¿Por qué están en actitud sedente
ante mí, coronados con ramos de suplicantes? La ciudad está llena de incienso,
a la vez que de cantos, de súplicas y de gemidos, y yo, porque considero justo
no enterarme por otros mensajeros, he venido en persona, yo, el llamado Edipo,
famoso entre todos. Así que, oh anciano, ya que eres por tu condición a quien
corresponde hablar, dime en nombre de todos: ¿cuál es la causa de que estén así
ante mí? ¿El temor o el ruego? Piensa que yo querría ayudarlos en todo. Sería
insensible si no me compadeciera ante semejante actitud.
SACERDOTE. –¡Oh
Edipo, que reinas en mi país! Ves de qué edad somos los que nos sentamos cerca
de tus altares: unos, sin fuerzas aún para volar lejos; otros, torpes por la
vejez, somos Sacerdotes -yo lo soy de Zeus-, y otros, escogidos entre los aún
jóvenes. El resto del pueblo con sus ramos permanece sentado en las plazas en
actitud de súplica, junto a los dos templos de Palas y junto a la ceniza
profética de Ismeno.La ciudad, como tú mismo puedes ver, está ya demasiado
agitada y no es capaz todavía de levantar la cabeza de las profundidades por la
sangrienta sacudida. Se debilita en las plantas fructíferas de la tierra, en
los rebaños de bueyes que pacen y en los partos infecundos de las mujeres.
Además, la divinidad que produce la peste, precipitándose, aflige la ciudad.
¡Odiosa epidemia, bajo cuyos efectos está despoblada la morada Cadmea, mientras
el negro Hades se enriquece entre suspiros y lamentos! Ni yo ni estos jóvenes
estamos sentados como suplicantes por considerarte igual a los dioses, pero sí
el primero de los hombres en los sucesos de la vida y en las intervenciones de
los dioses. Tú que, al llegar, liberaste la ciudad Cadmea del tributo que
ofrecíamos a la cruel cantora y, además, sin haber visto nada más ni haber sido
informado por nosotros, sino con la ayuda de un dios, se dice y se cree que
enderezaste nuestra vida.Pero ahora, ¡oh Edipo, el más sabio entre todos!, te
imploramos todos los que estamos aquí como suplicantes que nos consigas alguna
ayuda, bien sea tras oír el mensaje de algún dios, o bien lo conozcas de un
mortal. Pues veo que son efectivos, sobre todo, los hechos llevados a cabo por
los consejos de los que tienen experiencia. ¡Ea, oh el mejor de los mortales!,
endereza la ciudad. ¡Ea!, apresta tu guardia, porque esta tierra ahora te
celebra como su salvador por el favor de antaño. Que de ninguna manera
recordemos de tu reinado que vivimos, primero, en la prosperidad, pero caímos
después; antes bien, levanta con firmeza la ciudad. Con favorable augurio, nos
procuraste entonces la fortuna. Senos también igual en esta ocasión. Pues, si
vas a gobernar esta tierra, como lo haces, es mejor reinar con hombres en ella
que vacía, que nada es una fortaleza ni una nave privada de hombres que las
pueblen.
EDIPO. –¡Oh
hijos dignos de lástima! Vienen a hablarme porque anhelan algo conocido y no
ignorado por mí. Sé bien que todos están sufriendo y, al sufrir, no hay ninguno
de ustedes que padezca tanto como yo. En efecto, el dolor de ustedes llega sólo
a cada uno en sí mismo y a ningún otro, mientras que mi ánimo se duele, al
tiempo, por la ciudad y por mí y por ti. De modo que no me despiertan de un
sueño en el que estuviera sumido, sino que estén seguros de que muchas lágrimas
he derramado yo y muchos caminos he recorrido en el curso de mis pensamientos.
El único remedio que he encontrado, después de reflexionar a fondo, es el que he
tomado: envié a Creonte, hijo de Meneceo, mi propio cuñado, a la morada Pítica
de Febo, a fin de que se enterara de lo que tengo que hacer o decir para
proteger esta ciudad. Y ya hoy mismo, si lo calculo en comparación con el
tiempo pasado, me inquieta qué estará haciendo, pues, contra lo que es
razonable, lleva ausente más tiempo del fijado. Sería yo malvado si, cuando
llegue, no cumplo todo cuanto el dios manifieste.
SACERDOTE. –Con
oportunidad has hablado. Precisamente éstos me están indicando por señas que
Creonte se acerca.
EDIPO. –¡Oh
soberano Apolo! ¡Ojalá viniera con suerte liberadora, del mismo modo que viene
con rostro radiante!
SACERDOTE. –Por
lo que se puede adivinar, viene complacido. En otro caso no vendría así, con la
cabeza coronada de frondosas ramas de laurel.
EDIPO. –Pronto
lo sabremos, pues ya está lo suficientemente cerca para que nos escuche. ¡Oh
príncipe, mi pariente, hijo de Meneceo! ¿Con qué respuesta del oráculo nos
llegas?(Entra Creonte en escena.)
CREONTE. –Con
una buena. Afirmo que incluso las aflicciones, si llegan felizmente a término,
todas pueden resultar bien.
EDIPO. –¿Cuál
es la respuesta? Por lo que acabas de decir, no estoy ni tranquilo ni tampoco
preocupado.
CREONTE. –Si
deseas oírlo estando éstos aquí cerca, estoy dispuesto a hablar y también, si
lo deseas, a ir dentro.
EDIPO. –Habla
ante todos, ya que por ellos sufro una aflicción mayor, incluso, que por mi
propia vida.
CREONTE. –Diré
las palabras que escuché de parte del dios. El soberano Febo nos ordenó,
claramente, arrojar de la región una mancilla que existe en esta tierra y no
mantenerla para que llegue a ser irremediable.
EDIPO. –¿Con
qué expiación? ¿Cuál es la naturaleza de la desgracia?
CREONTE. –Con
el destierro o liberando un antiguo asesinato con otro, puesto que esta sangre
es la que está sacudiendo la ciudad.
EDIPO. –¿De
qué hombre denuncia tal desdicha?
CREONTE. –Teníamos
nosotros, señor, en otro
tiempo a Layo como soberano de esta
tierra, antes de que tú rigieras rectamente esta ciudad.
EDIPO. –Lo
sé por haberlo oído, pero nunca lo vi.
CREONTE. –Él
murió y ahora el dios nos prescribe claramente que tomemos venganza de los
culpables con violencia.
EDIPO. –¿En
qué país pueden estar? ¿Dónde podrá encontrarse la huella de una antigua culpa,
difícil de investigar?
CREONTE. –Afirmó
que en esta tierra. Lo que es buscado puede ser cogido, pero se escapa lo que
pasamos por alto.
EDIPO. –¿Se
encontró Layo con esta muerte en casa, o en el campo, o en algún otro país?
CREONTE. –Tras
haber marchado, según dijo, a consultar al oráculo, y una vez fuera, ya no
volvió más a casa.
EDIPO. –¿Y
ningún mensajero ni compañero de viaje lo vio, de quien, informándose, pudiera
sacarse alguna ventaja?
CREONTE. –Murieron,
excepto uno, que huyó despavorido y solo una cosa pudo decir con seguridad de
lo que vio.
EDIPO. -
¿Cuál? Porque una sola podría proporcionarnos el conocimiento de muchas, si
consiguiéramos un pequeño principio de esperanza.
CREONTE. –Decía
que unos ladrones con los que se tropezaron le dieron muerte, no con el rigor
de una sola mano, sino de muchas.
EDIPO. –¿Cómo
habría llegado el ladrón a semejante audacia, si no se hubiera proyectado desde
aquí con dinero?
CREONTE.
–Eso era lo que se creía. Pero, después que murió Layo, nadie surgía como su
vengador en medio de las desgracias.
EDIPO. –¿Qué
tipo de desgracia se presentó que impedía, caída así la soberanía, averiguarlo?
CREONTE. –La
Esfinge, de enigmáticos cantos, nos determinaba a atender a lo que nos estaba
saliendo al paso, dejando de lado lo que no teníamos a la vista.
EDIPO. –Yo
lo volveré a sacar a la luz desde el principio, ya que Febo, merecidamente, y
tú, de manera digna, pusieron tal solicitud en favor del muerto; de manera que
verán también en mí, con razón, a un aliado para vengar a esta tierra al mismo
tiempo que al dios. Pues no para defensa de lejanos amigos sino de mí mismo
alejaré yo en persona esta mancha. El que fuera el asesino de aquél tal vez
también de mí podría querer vengarse con violencia semejante. Así, pues,
auxiliando a aquél me ayudo a mí mismo.Ustedes, hijos, levántense de las gradas
lo más pronto que puedan y recojan estos ramos de suplicantes. Que otro
congregue aquí al pueblo de Cadmo sabiendo que yo voy a disponerlo todo. Y con
la ayuda de la divinidad apareceré triunfante o fracasado.(Entran Edipo y
Creonte en el palacio.)
SACERDOTE. –Hijos,
levantémonos. Pues con vistas a lo que él nos promete hemos venido aquí. ¡Ojalá
que Febo, el que ha enviado estos oráculos, llegue como salvador y ponga fin a
la epidemia!(Salen de la escena y, seguidamente, entra en ella el Coro de
ancianos tebanos.)
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Fuenteovejuna,
de Félix Lope de Vega (fragmento)
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Salen el COMENDADOR, ORTUÑO y FLORES
COMENDADOR. Dios guarde la buena gente.
REGIDOR.¡Oh, señor!
COMENDADOR. Por vida mía,
que se estén.
ESTEBAN.Vuseñoría,
adonde suele se siente,
que en pie estaremos muy bien.
COMENDADOR.Digo que se han de sentar.
ESTEBAN. De los buenos es honrar,
que no es posible que den
honra los que no la tienen.
COMENDADOR. Siéntense; hablaremos algo.
ESTEBAN. ¿Vio vuseñoría el galgo?
COMENDADOR. Alcalde, espantados vienen
esos críados de ver
tan notable ligereza.
ESTEBAN. Es una extremada pieza.
Pardiez, que puede correr
al lado de un delincuente
o de un cobarde en qüistión.
COMENDADOR.Quisiera en esta ocasión
que le hiciérades pariente
a una liebre que por pies
por momentos se me va.
ESTEBAN. Sí haré, por Dios. ¿Dónde está?
COMENDADOR. Allá vuestra hija es.
ESTEBAN. ¡Mi hija!
COMENDADOR. Sí.
ESTEBAN. Pues, ¿es buena
para alcanzada de vos?
COMENDADOR. Reñidla, alcalde, por Dios.
ESTEBAN.¿Cómo?
COMENDADOR. Ha dado en darme pena.
mujer hay, y principal,
de alguno que está en la plaza,
que dio, a la primera traza,
traza de verme.
ESTEBAN.Hizo mal;
y vos, señor, no andáis bien
en hablar tan libremente.
COMENDADOR.¡Oh, qué villano elocuente!
¡Ah, Flores!, haz que le den
la Política, en que lea
de Aristóteles.
ESTEBAN. Señor,
debajo de vuestro honor
vivir el pueblo desea.
Mirad que en Fuenteovejuna
hay gente muy principal.
LEONELO.¿Viose desvergüenza igual?
COMENDADOR.Pues, ¿he dicho cosa alguna
de que os pese, regidor?
REGIDOR. Lo que decís es injusto;
no lo digáis, que no es justo
que nos quitéis el honor.
COMENDADOR. ¿Vosotros honor tenéis?
¡Qué frailes de Calatrava!
REGIDOR.Alguno acaso se alaba
de la cruz que le ponéis,
que no es de sangre tan limpia.
COMENDADOR.Y, ¿ensúciola yo juntando
la mía a la vuestra?
REGIDOR. Cuando
que el mal más tiñe que alimpia.
COMENDADOR. De cualquier suerte que sea,
vuestras mujeres se honran.
ESTEBAN.Esas palabras deshonran;
las obras no hay quien las crea.
COMENDADOR. ¡Qué cansado villanaje!
¡Ah! Bien hayan las ciudades,
que a hombres de calidades
no hay quien sus gustos ataje;
allá se precian casados
que visiten sus mujeres.
ESTEBAN.No harán; que con esto quieres
que vivamos descuidados.
En las ciudades hay Dios
y más presto quien castiga.
COMENDADOR. Levantaos de aquí.
ESTEBAN. ¿Qué diga
lo que escucháis por los dos?
COMENDADOR.Salid de la plaza luego;
no quede ninguno aquí.
ESTEBAN.Ya nos vamos.
COMENDADOR.Pues no así.
FLORES.Que te reportes te ruego.
COMENDADOR. Querrían hacer corrillo
los villanos en mi ausencia.
ORTUÑO.Ten un poco de paciencia.
COMENDADOR.De tanta me maravillo.
Cada uno de por sí
se vayan hasta sus casas.
LEONELO. ¡Cielo! ¿Qué por esto pasas?
ESTEBAN. Ya yo me voy por aquí.
Vanse los LABRADORES
COMENDADOR. ¿Qué os parece de esta gente?
ORTUÑO. No sabes disimular,
que no quieres escuchar
el disgusto que se siente.
COMENDADOR.Estos ¿se igualan conmigo?
FLORES. Que no es aqueso igualarse.
COMENDADOR. Y el villano, ¿ha de quedarse
con ballesta y sin castigo?
FLORES. Anoche pensé que estaba
a la puerta de Laurencia,
y a otro, que su presencia
y su capilla imitaba,
de oreja a oreja le di
un beneficio famoso.
COMENDADOR.¿Dónde estará aquel Frondoso?
FLORES. Dicen que anda por ahí.
COMENDADOR. ¡Por ahí se atreve a andar
hombre que matarme quiso!
FLORES. Como el ave sin aviso,
o como el pez, viene a dar
al reclamo o al anzuelo.
COMENDADOR.¡Que a un capitán cuya espada
tiemblan Córdoba y Granada,
un labrador, un mozuelo
ponga una ballesta al pecho!
El mundo se acaba, Flores.
FLORES. Como eso pueden amores.
ORTUÑO. Y pues que vive, sospecho
que grande amistad le debes.
COMENDADOR. Yo he disimulado, Ortuño;
que si no, de punta a puño,
antes de dos horas breves,
pasara todo el lugar;
que hasta que llegue ocasión
al freno de la razón
hago la venganza estar.
¿Qué hay de Pascuala?
FLORES. Responde
que anda agora por casarse.
COMENDADOR.¿Hasta allí quiere fïarse?
FLORES. En fin, te remite donde
te pagarán de contado.
COMENDADOR. ¿Qué hay de Olalla?
ORTUÑO. Una graciosa
respuesta.
COMENDADOR. Es moza bríosa.
¿Cómo?
ORTUÑO.Que su desposado
anda tras ella estos días
celoso de mis recados
y de que con tus criados
a visitarla venías;
pero que si se descuida
entrarás como primero.
COMENDADOR. Bueno, a fe de caballero!
Pero el villanejo cuida...
ORTUÑO.Cuida, y anda por los aires.
COMENDADOR. ¿Qué hay de Inés?
FLORES.¿Cuál?
COMENDADOR. La de Antón.
FLORES. Para cualquier ocasión
ya ha ofrecido sus donaires.
áblela por el corral,
por donde has de entrar si quieres.
COMENDADOR.A las fáciles mujeres
quiero bien y pago mal.
Si estas supiesen, ¡oh, Flores!,
estimarse en lo que valen...
FLORES.No hay disgustos que se igualen
a contrastar sus favores.
Rendirse presto desdice
de la esperanza del bien;
mas hay mujeres también,
porque el filósofo dice,
que apetecen a los hombres
como la forma desea
la materia; y que esto sea
así, no hay de qué te asombres.
COMENDADOR.Un hombre de amores loco
huélgase que a su accidente
se le rindan fácilmente,
mas después las tiene en poco,
y el camino de olvidar,
al hombre más obligado
es haber poco costado
lo que pudo desear.
Las sirvientas, de Jean Genet (fragmento)
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La habitación de LA SEÑORA. Muebles Luis XV. Encajes. En el
fondo una ventana abierta que da a la fachada del inmueble de enfrente. A la
derecha la cama. A la izquierda la puerta y una cómoda. Flores por todas
partes. Anochecer.
CLARA(de pie en combinación, de espaldas a la coqueta. Su
ademán —tiende el brazo— y su tono, serán de un trágico exacerbado). —¡Y estos
guantes! Estos eternos guantes. Mira que te lo he dicho y repetido que los
dejaras en la cocina. Con eso, me figuro, esperas enamorar al lechero. No, no,
no mientas. Es inútil. Cuélgalos encima del fregadero. ¿Cuándo comprenderás que
esta habitación no hay que profanarla? Todo, absolutamente todo lo que viene de
la cocina es esputo. Sal. Y llévate tus esputos. Pero para. (Durante este
discurso, Solange estaba jugando con un par de guantes de goma y observaba sus
manos enguantadas, a veces juntando los dedos y otras veces separándolos.) No
te prives, hazte la mosquita muerta. Y sobre todo, no te des prisa. Tenemos
tiempo de sobra. ¡Sal! (Solange, de repente, cambia de actitud y sale
humildemente sujetando con la punta de los dedos los guantes. Clara se sienta
ante la coqueta. Olfatea las flores, acaricia los objetos de aseo, se cepilla
el pelo, se arregla la cara.) Prepare mi vestido. De prisa, no tenemos tiempo.
¿No está aquí? (Se vuelve.) ¡Clara! ¡Clara! (Entra Solange.)
SOLANGE.—Que la señora tenga la bondad de disculparme.
Estaba preparando la infusión (pronuncia la infusión) de la señora.
CLARA.—Prepare mis trajes. El vestido blanco de lentejuelas.
El abanico, las esmeraldas.
SOLANGE.—Sí, señora. ¿Todas las joyas de la señora?
CLARA.—Sáquelas. Quiero escoger yo misma. Y claro está, los
zapatos de charol. Esos que tanto codicia usted desde hace años. (Solange saca
del armario algunos estuches. Los abre y los dispone sobre la cama.) Para su
boda, me figuro. Confiese que la sedujo. Que está usted embarazada. Confiéselo.
(Solange se pone en cuclillas sobre la alfombra y escupiendo sobre los zapatos
les saca brillo.) Ya le dije, Solange, que evitara los esputos. Que duerman en
su cuerpo, hija mía, y que se pudran en él. ¡Ja! ¡Ja! (Ríe nerviosa.) Que el
caminante extraviado se ahogue en ellos. ¡Ja! ¡Ja! Es usted feísima, tesoro
mío. Inclínese más y mírese en mis zapatos. (Alarga el pie y Solange lo examina.)
¿Se figura que es cosa grata para mí saber que mi pie está envuelto entre los
velos de su saliva? ¿Entre la bruma de sus pantanos?
SOLANGE(de rodillas y muy humilde). —Deseo que la señora
esté guapa.
CLARA.—Lo estaré. (Se arregla ante el espejo.) Usted me
odia, ¿verdad? Me ahoga con sus atenciones, con su humildad, con las espadañas
y la reseda. (Se levanta y dice en un tono más bajo.) Es un estorbo inútil. Hay
demasiadas flores. Es mortal. (Se mira otra vez.) Estaré guapa. Más de lo que
pueda usted serlo en su vida. Porque con este cuerpo y esta cara nunca podrá
seducir a Mario. Ese joven lechero ridículo nos desprecia y si le ha hecho un
hijo...
SOLANGE.—¡Oh!, pero si yo nunca he...
CLARA.—Cállese, idiota. Mi vestido.
SOLANGE(lo busca en el armario, apartando otros). —El
vestido rojo. La señora se pondrá el vestido rojo.
CLARA.—He dicho el blanco con lentejuelas.
SOLANGE(dura). —Lo siento. Esta noche la señora llevará el
vestido de terciopelo escarlata.
CLARA(ingenuamente). —¿De verdad? ¿Por qué?
SOLANGE(fría). —No puedo olvidar el pecho de la señora bajo
los pliegues de terciopelo. ¡Cuando la señora suspira y habla al señor de mi
fidelidad! Un traje negro le sentaría mejor a su viudedad.
CLARA.—¿Cómo?
SOLANGE.—¿Tendré que precisar?
CLARA.—¡Ah! Te refieres... Muy bien. Amenázame. Insulta a tu
ama. Solange, ¿te refieres, verdad, a las desgracias del señor? Tonta. No es
este el momento de recordármelo, pero de esta indicación voy a sacar gran
provecho. ¿Sonríes? ¿Lo dudas?
SOLANGE.—Aún no ha llegado el momento de resucitar...
CLARA.—¿Mi infamia? ¡Mi infamia! ¡Resucitar! ¡Qué palabra!
SOLANGE.—¿Señora?
CLARA. —Ya veo a dónde quieres ir a parar. Ya oigo el
zumbido de tus acusaciones. Desde el principio me insultas, andas buscando el
momento de escupirme en la cara.
SOLANGE(digna de compasión). —Señora, señora, aún no hemos
llegado ahí. Si el señor...
CLARA. —Si el señor está en la cárcel, es gracias a ti.
¡Atrévete a decirlo! ¡Atrévete! ¡No tienes pelos en la lengua! ¡Habla! Yo obro
clandestinamente, camuflada por mis flores. Pero nada puedes contra mí.
SOLANGE.—La palabra más insignificante le parece una
amenaza. Que recuerde la señora que soy la criada.
CLARA. —Por haber denunciado al señor a la policía, por
haber aceptado venderle, yo estaría a tu disposición. Y eso que yo hubiera
hecho peor aún. Mejor. ¿Crees que no sufrí? Clara, yo obligué a mi mano, ¿me
oyes?, la obligué lentamente, firmemente, sin error, sin tachaduras, a trazar
esa carta que iba a mandar a mi querido al presidio. Y tú, en vez de
sostenerme, me desafías. ¡Hablas de viudedad! El señor no está muerto, Clara,
al señor, de presidio en presidio, le llevarán hasta la Guayana quizá. Y yo, su
querida, loca de dolor le acompañaré. Formaré parte del convoy. Compartiré su
gloria. Hablas de viudedad; el vestido blanco es el luto de las reinas. Clara,
lo ignoras. ¡Te niegas a darme el vestido blanco!
SOLANGE(fríamente). —La señora llevará el vestido rojo.
CLARA(con sencillez). —Está bien. (Severa.) Dame el vestido.
¡Qué sola estoy y sin amigos! Veo en tus ojos que me odias.
SOLANGE.—La quiero.
CLARA.—Como se quiere al ama, supongo. Me quieres y me
respetas. Y esperas mi donación, la cláusula a tu favor...
SOLANGE.—Haré lo imposible...
CLARA(irónica). —Ya sé. Me tiraría al fuego. (Solange ayuda
a Clara a ponerse el vestido.) Abroche. No estire tanto. No intente liarme.
(Solange se arrodilla a los pies de Clara y arregla los pliegues del vestido.)
Evite rozarme. Échese hacia atrás. Huele a fiera. ¿De qué infecta buhardilla
donde por la noche vienen a visitarla los criados, trae usted esos olores? ¡La
buhardilla! ¡La habitación de las criadas! ¡El desván! (Con donaire.) Si hablo
del olor de las buhardillas, Clara, es mero recordatorio. Allí... (Señala un
punto de la habitación.) Allí las dos camas turcas separadas por la mesilla de
noche. Allí la cómoda de pino con el altarcito a la Virgen. Eso es, ¿verdad?
SOLANGE.—Somos infelices. Me entran ganas de llorar.
CLARA.—Es cierto. Pasemos por alto nuestras devociones a la
virgen de yeso, nuestro arrodillar. Ni siquiera hablaremos de las flores de
papel... (Ríe.) ¡De papel! ¡Y el ramillo de palma bendita! (Señala las flores
de la habitación.) ¡Mira estas corolas abiertas en mi honor! Soy una virgen más
guapa, Clara.
SOLANGE.—Cállese.
CLARA. —Y allí la dichosa ventanuca por donde el lechero
medio desnudo salta hasta su cama.
SOLANGE.—La señora va muy lejos. La señora...
CLARA. —¡Sus manos! Que sus manos no vayan tan lejos.
¡Cuántas veces se lo murmuré! Apestan a fregadero.
SOLANGE.—¡La cola!
CLARA.—¿Cómo?
SOLANGE (arreglándole el vestido). —La cola. Le estoy
arreglando la cola de su vestido.
CLARA.—¡Apártese, sobona! (A Solange le da en la sien un
taconazo con su zapato Luis XV. Solange, en cuclillas, se tambalea y
retrocede.)
SOLANGE.—Ladrona, ¿yo? ¿Cómo?
CLARA.—Digo sobona. Si usted se empeña en lloriquear, hágalo
en su buhardilla. Aquí, en mi habitación, sólo acepto lágrimas nobles. El bajo
de mi vestido algún día estará cuajado de ellas, de lágrimas preciosas. Arregle
mi peto, puta.
SOLANGE.—¡La señora se encoleriza!
CLARA. —¡Entre sus brazos perfumados la cólera me lleva! Me
levanta, despego, arranco... (Da un taconazo en el suelo.) ... y me quedo. ¿El
collar? Pero date prisa, no nos dará tiempo; si el vestido es demasiado largo
haz un dobladillo con imperdibles. (Solange se levanta y va a buscar el collar
en un estuche, pero Clara se adelanta a ella y se apodera de la joya. Sus dedos
han rozado los de Solange; horrorizada, Clara retrocede.) Guarde las manos
lejos de las mías, su contacto es inmundo. Dese prisa.
SOLANGE.—No hay que exagerar. Sus ojos se encienden. Alcanza
usted la orilla.
CLARA.—¿Cómo?
SOLANGE. —Los límites, las fronteras. Señora, tiene usted
que guardar las distancias.
CLARA. —¡Qué lenguaje, hija mía! Clara te vengas, ¿verdad?
Sientes que se acerca el instante en que abandonas tu papel...
SOLANGE.—La señora me comprende muy bien. La señora me
adivina.
CLARA.—Sientes que se acerca el instante en que dejarás de
ser la criada. Vas a vengarte. ¿Te preparas? ¿Afilas tus uñas? ¿Te despierta el
odio? Clara, no olvides. Clara, ¿me oyes? Pero, Clara, ¿no me oyes?
SOLANGE (distraída). —La oigo.
CLARA.—Gracias a mí tan solo existe la criada. Gracias a mis
gritos y a mis gestos.
SOLANGE.—La oigo.
CLARA (chilla). —Existes gracias a mí y me desafías. No
puedes saber lo penoso que es ser la señora, Clara, ser el pretexto de tus
melindres. Un poco más y dejarías de existir. Pero soy buena, pero soy guapa y
te reto. Mi desesperación de amante me embellece aún más.
SOLANGE (con desprecio). —¡Su querido!
CLARA.—Mi desdichado querido, contribuye a mi nobleza, hija
mía. Me engrandezco más y más para reducirte y exaltarte. Echa mano de todas
tus artimañas. ¡Es la hora!
SOLANGE.—¡Basta! ¡Dese prisa! ¿Está lista?
CLARA.—¿Y tú?
SOLANGE (primero suavemente). —Estoy lista, estoy harta de
ser un objeto de asco. Yo también la odio...
CLARA.—Cálmate, hija mía, cálmate. (Da golpecitos en el
hombro de Solange para incitarla a la serenidad.)
SOLANGE.—¡La odio! La desprecio. Ya no me impresiona.
Resucite el recuerdo de su querido para que la proteja. ¡La odio! Odio su pecho
lleno de exhalaciones balsámicas. ¡Su pecho... de marfil! ¡Sus muslos... de
oro! ¡Sus pies... de ámbar! (Escupe en el vestido rojo.) ¡La odio!
CLARA(sofocada). —¡Eh! ¡Eh!, pero...
SOLANGE (avanzando hacia ella). —Sí, señora, hermosa señora
mía. ¿Se cree que todo le estará permitido hasta el final? ¿Cree que puede
robarle la belleza al cielo y privarme de ella? ¿Elegir sus perfumes, sus
polvos, su laca para las uñas, la seda, el terciopelo, el encaje y privarme de
ellos? ¿Y quitarme al lechero? ¡Confiese! ¡Confiese lo del lechero! Su
juventud, su lozanía, la conmueven, ¿verdad? Confiese lo del lechero. Porque
Solange le dice a usted mierda.
CLARA(enloquecida). —¡Clara, Clara!
SOLANGE.—¿Qué dice?
CLARA(susurrando). —Clara, Solange, Clara.
SOLANGE. —Claro que sí. ¡Clara le dice mierda! Clara está
aquí más clara que nunca. ¡Luminosa! (Le da un bofetón a Clara.)
CLARA.—Clara, Clara... Usted... ¡oh!
SOLANGE.—La señora se creía protegida por sus barricadas de
flores. Salvada por un destino excepcional, por el sacrificio. Pero no contaba
con la rebelión de las criadas. Mire cómo se acerca, señora. Va a estallar y a
desinflar su aventura. Ese señor no era sino un triste ladrón y usted una...
CLARA.—Te prohíbo...
SOLANGE.—¿Prohibirme? ¡Qué chiste! La señora está atónita.
Su cara se altera. ¿Desea un espejo? (Le tiende a Clara un espejo de mano.)
CLARA(mirándose con gusto). —Me hace más bella. El peligro
me da una aureola y tú, Clara, eres todo tinieblas.
SOLANGE.—...del infierno. Ya lo sé. Conozco el disco. Leo en
su cara lo que hay que contestarle. Iré, pues, hasta el final. Las dos criadas
están aquí —¡las fieles criadas!—. Embellézcase para humillarlas. Le hemos
perdido el respeto. Estamos envueltas, mezcladas en nuestras exhalaciones, en
nuestras pompas, en nuestro odio hacia usted. Vamos tomando cuerpo, señora. No se
ría. Por favor, sobre todo no se ría de mi grandilocuencia.
CLARA.—Váyase.
SOLANGE.—Para servirla, también, señora. Vuelvo a mi cocina.
En ella encontraré mis guantes y el olor de mis dientes. El eructo silencioso
del fregadero. Usted tiene sus flores y yo mi fregadero. Soy la criada. Usted,
usted, eso sí, no me puede profanar. Usted me lo pagará en el paraíso si es
necesario. Preferiría seguirla hasta allí antes que abandonar mi odio a la
puerta. Ríase un poco, ríase y rece de prisa, muy de prisa. ¡Ha llegado a lo
último, querida! (Golpea a Claraen las manos y Clara protege su garganta con
ellas.) ¡Quite las zarpas! Deje ver su frágil cuello. No tiemble. No se
estremezca. Obro rápida y silenciosamente. Sí, voy a volver a mi cocina, pero
antes termino mi tarea. (De repente suena el despertador. Solange se para. Las
dos mujeres se acercan la una a la otra, emocionadas, y escuchan pegadas la una
a la otra.) ¿Ya?
CLARA.—Démonos prisa. La señora va a volver. (Empieza a
desabrocharse el vestido.) Ayúdame. Se acabó... y no pudiste llegar hasta el
final.